Visigodos y Francos

            

 

 Después de recorrer el Imperio de un extremo a otro, los visigodos firmaron un foedus con Roma, instalándose en Aquitania, donde se formó el primer reino germánico en suelo imperial: el Reino Visigodo de Tolosa (418-507). Los éxitos militares de los primeros reyes –que combatían a otros bárbaros en nombre de Roma- fueron acrecentando su prestigio y consolidando su poder, mientras el Imperio declinaba irremediablemente. Con Eurico (466-484) el reino llegó a su apogeo; no sólo de su época data la expansión hacia la Tarraconense sino, más relevante aún, comenzó una labor legislativa, en latín, que, teniendo su punto de partida en el llamado Código de Eurico (c.476), se prolongó a través de toda la historia visigoda, culminando en la promulgación del Liber Iudicum o Fuero Juzgo en el siglo VII, base de la legislación hispánica. Los visigodos, así, asumieron el legado jurídico de la Roma del Bajo Imperio, creando un derecho con personalidad y rasgos propios, tanto por su contenido como por su construcción. El reino de Tolosa significó estabilidad en la sucesión real basada en el principio hereditario, la existencia de una corte real fastuosa, sedentarización definitiva y profundización en el proceso de romanización. El año 507, con el desastre de Vouillé, marcó el fin de la etapa tolosana y el comienzo de la toledana. 

             Instalada la corte en Toledo, y después de un período de asentamiento y organización, el reino habría de conocer períodos de grandeza, pero tras lo cual se ocultaban los gérmenes de su propia disolución. Con Atanagildo (555-568), que se hizo con el poder usurpándolo –llamando en su apoyo a los bizantinos, que habrían de quedarse hasta el 625 en el sur y levante de la Península- nace una tímida conciencia de unidad, expresada en la centralización del poder como contrapeso frente a los particularismos y divisiones del reino. Leovigildo (568-586) buscó incansablemente la unidad fortaleciendo la monarquía, anexando al Reino Suevo (585), restándole presencia a los bizantinos y, por otra parte, intentando superar las divisiones entre católicos hispanorromanos y godos arrianos, procurando transformar la doctrina de Arrio en religión oficial, política que resultó un completo fracaso. La rebelión de su hijo Hermenegildo no hizo sino agravar la situación. Su otro hijo, Recaredo (586-601), recogió la experiencia de sus antecesores y, en el III Concilio de Toledo (589), proclamó su conversión al catolicismo. Habiendo vencido una mínima resistencia arriana, el reino todo se convirtió siguiendo a su rey. A partir de entonces, los concilios toledanos se transformaron en una institución esencial del reino, prácticamente una asamblea constituyente, llegándose a convocar, después del 589, otros quince concilios hasta el año 704. Se había llegado, así, a la fórmula “un rey, un pueblo, una religión”, lo que podríamos denominar como un “estado confesional”, con una fuerte compenetración entre la monarquía y la iglesia. Aparte de temas de incumbencia política, los concilios trataban materias propiamente eclesiásticas; por ejemplo, en el III Concilio se estableció una reforma al Credo (el filioque) que, aceptado más tarde por la Iglesia de Roma, habría de provocar serios problemas con Bizancio. Famoso es también el IV Concilio (633) que estableció el principio de la elección del rey, mecanismo que debe entenderse como ultima ratio y orientado a terminar con las usurpaciones del trono y el asesinato de los reyes; es por ello que durante mucho tiempo pareció ser “letra muerta”. De hecho, la única elección canónica que conocemos fue la de Wamba (672-680); pero es indudable que a la Iglesia le cupo un rol destacado en la moralización de la Monarquía. 

             El IV Concilio fue presidido por una de las personalidades más notables de la época: San Isidoro de Sevilla (c.560-636). Prolífico escritor, una de sus obras más conocida es una enciclopedia ordenada por temas, las Etimologías, el libro más copiado en la Edad Media después de la Biblia, lo que nos habla ya del importante legado cultural visigodo. El Hispalense escribió además opúsculos dogmáticos, interesantes epístolas, y fue el primer gran historiador de los visigodos. Su historia de los godos se abre con una loa a Hispania en la cual se identifica nítidamente y por vez primera al pueblo godo con la Península Ibérica: pueblo y territorio, verdadera noción de patriotismo hispanovisigodo. 

             En la segunda mitad del siglo VII el reino se vio enfrentado a problemas de índole religiosa, particularismos regionales, un proceso de protofeudalización que promovió lealtades personales y no institucionales, catástrofes naturales hacia el fin de la centuria y comienzos de la siguiente que afectaron las cosechas, y los permanentes problemas de sucesión, todo lo cual nos lleva a considerar que la unidad completa del reino fue más bien una aspiración que una sólida conquista. Así, cuando los musulmanes llegan a la Península (711), no encuentran gran resistencia y, en pocos años, se hacen con el poder . Muchos visigodos huyeron hacia el norte, donde se formarán los primeros reinos hispánicos (Asturias, León); otros, llegaron incluso al Reino Franco, donde encontraron acogida y un suelo fértil para que su acervo cultural diera allí sus frutos. 

             El legado visigodo en el arte y la arquitectura es difícil de evaluar, puesto que la mayor parte de sus monumentos fueron destruidos. Sin embargo, algunos edificios preservados en el norte peninsular nos hablan de una cierta originalidad arquitectónica –es el prerrománico-, destacándose el uso del arco de herradura, que se hará tan conocido en la arquitectura hispanoárabe. En el plano intelectual, ya hemos señalado la importancia de la Era Isidoriana. Por otra parte, la unción de los reyes fue una costumbre que se inició en el año 672 con el rey Wamba, ceremonia que se transmitió después a otras monarquías europeas. En el plano jurídico, el derecho visigodo se vio proyectado en la obra legislativa de Alfonso X el Sabio, en sus Siete Partidas que datan del siglo XIII. Pero fue tal vez la noción de unidad peninsular (religiosa, jurídica, política, territorial) su legado más profundo, y aunque nunca la lograron cabalmente, la dejaron como una rica herencia histórica, una aspiración que se verá renacer más tarde en el Reino de Asturias. 

 

 

             El Reino Franco tiene a su haber el mérito de haber formado una entidad política y cultural que, hundiendo sus raíces en los siglos V y VI, se proyecta históricamente hasta hoy en Francia. Su fundador fue Clodoveo (Clovis, Luis; Clodwig, Ludwig), de quien traza un cuadro elocuente –aunque plagado de retórica- Gregorio de Tours (538-595), el primer historiador de los francos. Clodoveo (481-511), de la dinastía merovingia, tras una serie de campañas militares, logró unificar el reino –casi el mismo territorio de la Francia histórica- y fundar sólidamente su poder. El hecho más notorio fue su conversión al catolicismo –y con él la de todo su pueblo-, en una fecha cercana al año 496 ó 500, fundándose así la primera monarquía germana católica, sin mediar una etapa arriana. Este rey era violento e inescrupuloso –nada raro en la época-, pero con un claro sentido político, logrando unificar las Galias del norte y del sur, una más urbanizada y romanizada que la otra, más germánica y rural, y además, por su conversión, comenzaron a estrecharse los lazos con la Roma Pontifical, cuestión clave para el futuro del reino y de Occidente. A su muerte, y siguiendo una costumbre ancestral, Clodoveo dividió el reino entre sus cuatro hijos, comenzando una oscura etapa marcada por las guerras de sucesión. No obstante, en algunos momentos el reino logró reunificarse, demostración patente de que su obra logró proyectarse en el tiempo. 

             La dinastía merovingia gobernó hasta mediados del siglo VIII; empero, desde mucho antes se había debilitado ostensiblemente. Dagoberto I (629-639) marca el punto más alto –o tal vez el menos bajo, como dijera un conspicuo historiador francés- de la época merovingia. Fue éste, tal vez, el último rey que ejerció efectivamente el poder personal; en su época el reino pudo gozar de un período de paz y estabilidad que los biógrafos del rey –monjes de la abadía de Saint Denis- se encargaron de exaltar. Además, fue una época de bonanza climática y buenas cosechas, a diferencia de los años que le precedieron. 

             Durante los siglo VII y VIII dos situaciones marcan profundamente al reino: el paulatino declinar de los merovingios y el ascenso de los pipínidas, más tarde conocidos como carolingios. La realeza merovingia se debilitó económica y políticamente, mientras que, a partir del fundamento de las clientelas galorromanas y del comitatus germánico, se iba avanzando hacia una sociedad de características feudales en la que los protagonistas son los grandes señores de la aristocracia terrateniente, que van concentrando las fidelidades y el servicio militar antes debidos al soberano. Los reyes merovingios terminaron ostentando un poder prácticamente nominal con limitadas funciones: convocar al ejército, presidir la asamblea anual, atender las súplicas de los súbditos o firmar documentos reales. El resto de la administración del reino descansaba en manos del Mayordomo de Palacio, una suerte de “Primer Ministro”. Así, los reyes merovingios pasarán a la historia como los “reyes holgazanes” o “rois fainéants”, los reyes que no hacen nada, imagen explotada después por los carolingios. El ascenso de los Mayordomos de Palacio –hombres poderosos frente a una monarquía debilitada- constituye uno de los fenómenos esenciales y decisivos de las instituciones merovingias. 

             Ya en época de Dagoberto I encontramos a Pipino de Landen, piedra fundante de una verdadera dinastía de Mayordomos de Palacio, cargo que, efectivamente, quedó arraigado en la familia pipínida. Carlos Martel (714-741) heredó el cargo de Pipino de Heristal, hábil político que con sus campañas militares ganó prestigio entre los francos y que supo además ganarse el apoyo espiritual de la Iglesia, cosa nada despreciable en aquel entonces. Carlos Martel pasó a la historia por haber detenido el avance musulmán en Poitiers el año 732, célebre batalla que hizo del Mayordomo el “príncipe” más poderoso de un Occidente que, enfrentado al Islam, manifiesta ya una incipiente conciencia de su propia unidad “europea”. 

             A Carlos Martel le sucedieron sus hijos Pipino y Carlomán, retirándose éste último a un monasterio en el año 747 y dejando las riendas del reino en manos de su hermano. Pipino el Breve (741/747-768), fue elevado al trono en el año 751, marcando el fin de la dinastía merovingia, cuyo último rey, Childerico III, fue confinado en un monasterio. En 750 los francos enviaron una embajada al Papa Zacarías (741-752) para consultarle acerca del problema que les afectaba: había reyes que sólo tenían el nombre de tales, pero otros gobernaban. Zacarías respondió que debe ser rey quien ejerce el poder, pues de otro modo se perturba el orden que debe reinar por mandato divino en el mundo, según los principios agustinianos. Así, con un fundamento teórico y jurídico emanado de la autoridad pontificia, Pipino fue proclamado y ungido como rey de los francos. La unción regia –que ya se conocía entre los visigodos- le otorgó un principio de legitimidad nueva: la sacralidad del rey –del cargo se entiende-, y especialmente de uno que no podía reclamar legitimidad dinástica, que sí tenían los merovingios, lo que explica que se hayan mantenido en el poder tanto tiempo, aun sin gobernar. En 754, agobiado por sus problemas con los lombardos y necesitado de un brazo secular que lo defendiera, el Papa Esteban II (752-757) se encaminó al Reino Franco, donde confirmó la unción de Pipino, al tiempo que ungió también, como rey y patricio, a cada uno de sus hijos, uno de los cuales era Carlomagno (768-814), futuro emperador. Así, la legitimidad alcanzaba ahora a todo el linaje: una nueva dinastía había sido consagrada. Quedaba sellada una alianza definitiva entre Roma y los francos, cuyos reyes constituían el único poder firmemente asentado en Occidente, cerrándose de tal manera un proceso que había comenzado en la segunda mitad del siglo VII y que, según Pirenne, marca el fin de la Antigüedad.