ADVERSUS SIMONÍACOS. EL CARDENAL HUMBERTO CONTRA LA INVESTIDURA LAICA (1057)

 

 

 

Según los decretos de los santos padres, el que es consignado obispo, primero es elegido por el clero, después solicitado por el pueblo y, por último, consagrado por los obispos de la provincia con el consentimiento del metropolitano. Nadie puede ser tenido o llamado verdadero e indubitable obispo a no ser que tenga clero y pueblo que gobernar y, si ha sido consagrado por los otros obispos de la provincia con la autoridad del metropolitano, que esté a cargo de la provincia en nombre de la sede apostólica. El que haya sido consagrado sin conformarse a estas tres reglas, no debe ser tenido por obispo verdadero y establecido, ni contado entre los obispos creados y nombrados canónicamente. Por el contrario, debe ser llamado pseudo-obispo, pues, siendo el obispo un gobernador y un supervisor, ¿qué clero y pueblo puede uno gobernar cuando ni el clero ni el pueblo lo han elegido para gobernarlos, y carece, además, de la autoridad del metropolitano y de los obispos de la provincia?...

 

Mientras que hombres venerables de todo el mundo y pontífices soberanos inspirados por el Espíritu Santo, han decretado que la elección del clero tiene que ser confirmada por el juicio del metropolitano y la petición de los nobles y del pueblo con el consentimiento del príncipe, ahora se hace todo con tanto desorden, despreciando los santos cánones y para ruina de la religión cristiana. El orden todo está trastocado; los primeros son los

últimos, y los últimos los primeros. El poder secular es el primero en elegir y en confirmar; el consentimiento de los nobles, del pueblo y del clero y, finalmente, la decisión del metropolitano, vienen en último lugar, lo quieran o no. De aquí que, según ya se ha dicho, hombres ascendidos de esta manera no deben ser considerados como obispos, pues la manera de su nombramiento es absolutamente de otro modo; lo que debe hacerse primero es hecho lo último, y por hombres a los que en absoluto incumbe este asunto. Pues, ¿cómo puede ser propio de seglares distribuir los sacramentos eclesiásticos y la gracia episcopal y la pastoral, y muy particularmente, la investidura por el báculo y anillo con los cuales la consagración episcopal es especialmente hecha y por los cuales funciona y se sostiene? El que, por tanto, nombre a una persona con estos dos símbolos, se arroga para sí, obrando de esta manera, todos los derechos de la cura pastoral. Pues, después de esta institución, ¿qué pueden hacer, tocante a estos gobernantes ya nombrados, el clero, los nobles y el pueblo, o el metropolitano que tiene que consagrarlos o meramente está presente, sino asentir? Un hombre así instituido, primero se fuerza a sí mismo en el clero, en los nobles y en el pueblo, para ser señor entre ellos en vez de ser reconocido, buscado y pedido por ellos. También ataca al metropolitano no sometiéndose a su juicio, sino por el contrario, juzgándolo; no requiere o recibe la aprobación del metropolitano, pero exige y arranca servicio, que es lo único que le queda en la oración y unción, pues ¿cómo puede pertenecer al metropolitano o qué fin puede tener el conferir de nuevo el báculo y el anillo que ya tiene?...

 

 

En: Monumenta Germaniae Historica, Libelli de Lite Imperatorum et Pontificum, I, pp. 108, 205, cit. en: Gallego Blanco, E., Relaciones entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media, Ediciones Revista de Occidente, 1970, Madrid; Artola, M., Textos fundamentales para el estudio de la Historia, Biblioteca de la Revista de Occidente, 1975, Madrid, pp. 90 y s.; Lo Grasso, I., Ecclesia et Status, Fontis Selecti, Historiae Iuris Publici Ecclesiatici Romae, Apud Aedes Pontif., 1952, Universitatis Gregorianae, p. 116. v. Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 337 y s.