CARTA DE PEDRO DAMIÁN A ENRIQUE IV DE ALEMANIA SOBRE EL SACERDOCIO Y LA REALEZA

 

 

 

Así como los dos poderes, el real y el sacerdotal, están en primer lugar unidos el uno al otro en Cristo por la verdad especial de un sacramento, así también están unidos el uno al otro en el pueblo cristiano por una especie de pacto. Cada uno necesita de los servicios del otro, el sacerdocio es defendido por la protección real, mientras que la realeza es sostenida por la santidad del oficio sacerdotal. El rey es ceñido con una espada para que vaya armado contra los enemigos de la Iglesia, el sacerdote ora en muchas vigilias para ganar el favor de Dios para el rey y para el pueblo. El príncipe debe conducir los asuntos terrenales con la lanza de la justicia; el segundo debe dar al sediento agua del manantial de la divina elocuencia. El primero ha sido establecido para forzar a los que hacen daño con el castigo de las sanciones legales; el segundo está ordenado a ésto: a atar a algunos con el celo del rigor canónico por medio de las llaves del reino que ha recibido, y para absolver a otros a través de la clemencia de la compasión de la Iglesia. Pero escucha a Pablo hablar sobre los reyes y definir el papel propio del oficial real. Después de otras cosas, dice: "Pues él es el ministro de Dios para ti en el bien; teme, si obras mal, pues no lleva la espada sin razón. Pues es ministro de Dios el que descarga su ira sobre el que hace mal".

 

...Un rey debe ser reverenciado siempre que obedezca al Creador. Por otra parte, cuando un rey resiste las órdenes divinas, es justo que sus súbditos le desprecien; pues, si uno se convence de que debe gobernar como rey, no por Dios, sino por su propio interés, entonces no batalla en el campo de la Iglesia el día de lucha, y está muy preocupado por sus propios intereses para venir en la ayuda de la Iglesia cuando ésta se encuentre en peligro. Puesto que el Señor dice por boca de Isaías: "Ven y acúsanos, ¿qué razón hay para que un hombre desdeñe ser acusado por otro hombre cuando todos están atados a la misma ley de la mortalidad?". Además, cuando la ley civil establece con todo cuidado que el individuo que tome venganza de los asesinos de sus padres no tiene derecho a la herencia, ¿no podré yo, incapaz de vengar el asesinato de mi madre la Iglesia, por lo menos urgir a los vengadores? Consideradme, por tanto, rey, pensad en mí como en uno que ha perdido la razón por el dolor causado por el asesinato de una madre, no como un opuesto insolentemente a la exigencia de la majestad real. Con todo, ojalá fuera yo declarado culpable de traición ante tu tribunal si solo tú, árbitro de la equidad, también castigaras a los adversarios de la sede apostólica. Que la espada del verdugo caiga sobre mi cuello si la Iglesia Romana, restaurada por ti, pudiera ascender a la eminencia de su propia dignidad. Además, si tú destruyes inmediatamente a Cadalo, como Constantino hizo con Arrio, y trabajas para devolver la paz a la Iglesia por la cual murió Cristo, Dios pronto hará que subas a las alturas del gobierno imperial y ganes de todos tus enemigos títulos de gloria. Pero sucederá lo contrario si eres falso y rehusas poner término al error que hace peligrar al mundo, cuando tú tienes el poder de hacerlo. Contengo mi espíritu y dejo a mis lectores adivinar las consecuencias.

 

 

En: Gallego Blanco, E., Relaciones entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media, Biblioteca de Política y Sociología de Occidente, 1973, Madrid, pp. 115 y ss.