FE Y LIBERTAD (343)

 

 

 

 

Vuestra natural bondad, oh piadoso señor y augusto, está en perfecta consonancia con vuestra buena voluntad, y porque de la abundancia de vuestra piedad heredada de vuestro padre, fluye tanta benevolencia, estamos firmemente persuadidos de que nuestra súplica será atendida.

Por eso, no ya con palabras, sino con lágrimas en los ojos, os pedimos que no permitáis que continúen por más tiempo tamañas ofensas, y que se vean libres las iglesias católicas de las ya casi intolerables persecuciones y vejaciones que -y ésto es lo que más duele- tienen que soportar por parte de sus propios hermanos en la fe. Quiera disponer vuestra Majestad, mediante un decreto, que todos los prefectos de vuestro Imperio, a quienes ha sido encomendado el gobierno político de las provincias y cuya misión debe reducirse a las cuestiones de bienestar civil, no se entrometan ya en asuntos religiosos, y que no se atribuyan injustos poderes para ingerirse en las resoluciones y discernimientos de problemas jurídicos de los eclesiásticos, amenazando a hombres inocentes con la fuerza y con el terror para atormentarlos y quebrar su integridad.

La singular y admirable sabiduría de vuestra Majestad no dejará de comprender claramente la maldad e injusticia que supone el que uno sea violentado y amenazado para que no siga el dictado de su propia conciencia, y sí las doctrinas de quienes, solamente para escapar a la fuerza brutal, no cesan de sembrar la mala semilla del error.

Lo sabemos: os preocupáis incesantemente, y gobernáis al Estado inspirado en los más sanos principios y trabajáis, muchas veces, hasta muy entrada la noche sólo para que vuestros súbditos puedan sentirse dichosos en la posesión de la dulce libertad.

Para pasar de la confusión a una tranquilidad permanente, de la discordia espiritual al oasis de la paz, sólo existe un camino: el otorgar a cada uno de vuestros súbditos una plena y perfecta libertad para que así determinen los actos de su vida, sin que se vean constantemente coartados por la amenaza de un espíritu servil.

La mansedumbre de vuestra Majestad debe ineludiblemente dar oídos a las voces que llegan a vuestro trono: "¡Yo soy católico, no quiero ser hereje! ¡Soy un cristiano, y no un arriano! ¡Prefiero mil veces soportar en esta tierra la misma muerte antes que traicionar la virginal integridad de la Verdad, simplemente porque un solo hombre me quiere forzar a ello!"

No puede menos de parecer justo a vuestra sagrada Majestad, Soberano Augusto, que el que, si uno teme a Dios y a su Juicio, no quiera mancharse ni rebajarse con repudiables blasfemias; os ha de parecer asimismo lo más natural que tenga la libertad para adherirse a aquellos Obispos y Sacerdotes que conservan fielmente la alianza de la verdadera Caridad y no tienen otra ambición que lograr una paz verdadera y permanente. Es del todo imposible, como opuesto a la misma naturaleza, que lo contradictorio se junte, que lo desigual sea igual, que la verdad y el error se compenetren armónicamente, que la luz y las tinieblas, la noche y el día, se abracen amigablemente.

Si, como lo esperamos y lo creemos sin titubeos, esta nuestra súplica halla gracia ante aquella bondad que posee por naturaleza y no por ficción vuestra Majestad, mandad que vuestros representantes dejen de favorecer a los jefes heréticos, de proporcionarles bienestar y altas posiciones. Y permita vuestra Majestad que todos vuestros súbditos puedan reconocer como maestros de la fe a quienes ellos libremente nombren, designen, quieran elegir, para que con ellos puedan celebrar los divinos misterios durante los cuales oran también por vuestro bienestar y vuestra salvación eterna.

Tan pronto como se veden e impidan las intrigas de los hombres perversos o envidiosos, habrán cesado sin más las sospechas de "enemistad hacia el Estado" o de "detracciones culpables hacia el gobierno". Entonces reinará de nuevo la paz y un sincero respeto. Hoy, empero, los que se hallan contagiados de la peste de la herejía arriana, con boca impura y sacrílego espíritu, pueden sin trabas e impunemente ya mancillar la pureza del Evangelio, ya falsear la verdadera fe apostólica. No entienden las enseñanzas de los profetas de Dios; son listos y astutos para ocultar sagaz y artificiosamente sus enseñanzas bajo el impresionismo de palabras sublimes; no desparraman su veneno hasta que han conquistado capciosamente y encandilado con malicia a gentes sencillas y crédulas con el alegato de un "auténtico cristianismo"; es que no quieren condenarse solos; quieren llevarse cómplices de sus terribles crímenes.

Además pedimos a vuestra Majestad se sirva ordenar que todos los Obispos -hombres preeminentes y muy dignos de tanta excelencia- puedan volver del destierro y de los desiertos, donde todavía sufren cruelmente, a tomar posesión de sus sedes. Porque donde se encuentre la dulce libertad, debe encontrarse la verdadera alegría. ¿Quién es tan ciego como para no percatarse de que casi han pasado cuatrocientos años desde que el Unigénito Hijo de Dios se dignó venir en auxilio de la perdida humanidad? Entonces, ¿cómo es posible que hoy, cual si no hubiesen venido los Apóstoles, ni los mártires hubieran dado testimonio cruento de la fe, exista y se propague por toda la tierra esta nueva y horrenda peste que no consiste en los miasmas del aire, sino en la despreciable y condenable blasfemia arriana? ¿Era acaso vana la esperanza de las pasadas generaciones creyentes que soñaban con la inmortalidad? Hemos podido comprobar recientemente que los inventores de tales doctrinas son los dos Eusebios, ambos Obispos, Narciso, Teodoro, Esteban, Acacio, Menofantes y, sobre todo, aquellos dos jóvenes perversos, ateos e inexpertos, Ursacio y Valente. Los delatan, como es fácil verificarlo, sus cartas, y los testimonios de personas fidedignas que certifican haberlos oído hablar, claro está, no en forma de disputas, sino de ultrajantes ladridos de perro.

Quien sea tan osado y poco perspicaz para comulgar con tales hombres, hágase cuenta que se hace cómplice de sus crímenes y compañero de sus pecados. Su fin está ya bien claro: además de ser despreciables en este mundo e indignos del ministerio que se les ha confiado, cuando llegue el gran día del Juicio, serán condenados eternamente.

 

 

Carta de los Padres católicos del Concilio de Sárdica al Emperador Constancio, en: Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum, 65 (Viena, 1866), pp. 181-184, en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente: Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, pp. 110-113, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, pp. 301 y ss.