LAS DOS POTESTADES (494)

 

 

Dos son [las potestades], Augusto Emperador, por las cuales este mundo es principalmente regido: la sagrada autoridad de los pontífices y el poder regio (auctoritas sacrata pontificum et regalis potestas). En las cuales la carga de los sacerdotes es tanto más grave cuanto que en el juicio divino de los hombres también habrán de dar cuenta por los mismos reyes. Vos, clementísimo hijo, harto lo sabéis: sobrepasáis a todos los hombres en dignidad (praesideas humano generi dignitate); con todo, doblegáis humildemente vuestra cerviz ante los ministros de los Divinos Misterios y de ellos recibís los medios que os conducirán a la salvación eterna. Asimismo reconocéis que cuando los santos sacramentos son administrados cual corresponde, debéis ser contado entre los que participan humildemente de ellos y no entre los Ministros: en tales cosas, Vos dependéis de los sacerdotes y no os es lícito esclavizarlos a vuestra voluntad. Porque si en el campo de la organización jurídica civil (quantum ad ordinem publicae disciplinae), los mismos superiores eclesiásticos reconocen que el Poder Imperial os ha sido concedido por la Divina Providencia y que, en consecuencia, deben obediencia a vuestras leyes y procuran no ofenderos en lo mínimo en este orden en que Vos sois el que manda, ¿con cuánta mayor disposición y alegría habrá que prestar obediencia a aquellos que son puestos por Dios para la administración de los grandes Misterios? En conclusión: así como sobre la conciencia de los obispos recae una grave responsabilidad cuando, debiendo hablar, callan en asuntos de orden sobrenatural, también para los que deben escuchar existe un grave peligro si se muestran orgulllosos (lo que Dios no permita), en lo que deberían ser sumisos y obedientes. Y si los corazones de los fieles deben rendirse humildemente ante los sacerdotes en general, ¿cuánto mayor no habrá de ser la reverencia y el acatamiento que se deba al obispo que ocupa aquella sede elegida por la Soberana Majestad de Dios como lugar de Primacía sobre todos los demás obispos y que, en todo tiempo, fue objeto de la más tierna devoción por parte de la Iglesia entera? Porque, mi amado hijo, como ciudadano romano respeto y venero al emperador romano; y como cristiano me urge el anhelo de hallarme en correspondencia y comunión real y verdadera con Vos, puesto que sois dechado de celo por la gloria del Señor. Pero como pontífice que ocupa la sede apostólica, a pesar de mi indignidad y mis pocas fuerzas, no puedo menos que intervenir con prudencia, pero también con prontitud allí donde se ofende la integridad de la fe católica. Por algo me ha sido confiada la custodia y dirección de la Palabra divina, y ¡pobre de mí si no anunciare la Buena Nueva. De todo lo que antecede, como no puede menos de apreciar vuestra Majestad, se desprende una conclusión: que nadie, jamás y por ninguna razón terrena, debe orgullosamente revelarse contra el Ministerio de aquel hombre singular, puesto por Cristo como Cabeza de todos y al que la Santa Iglesia, en todo momento, ha reconocido y reconoce aún hoy como su Pastor Supremo. Lo que Dios ha establecido jamás podrá ser atropellado por la arrogancia de los hombres; pero jamás podrá prevalecer potestad alguna, cualquiera que sea, sobre las disposiciones divinas. ¡Ojalá que la audacia y torpeza de los perseguidores de la Iglesia no fuese para ellos causa de su condenación eterna, a imitación de la Iglesia a la que no pueden doblegarla las más furiosas tormentas! La Obra que Dios ha fundado con tanta firmeza permanecerá en pie. ¿Pudo jamás ser vencida la fe, cuando alguien se propuso combatirla? ¿No triunfó más bien y se robusteció precisamente allí donde se creyó habérsela arrastrado? Es tiempo, pues, de que cesen en vuestro Imperio los mercenarios de cargos que no les corresponden, los cuales abusan precisamente de los momentos de confusión introducidos por ellos en la Iglesia. No debe permitirse por más tiempo que logren lo que inicuamente persiguen, olvidándose de que Dios y los hombres les han señalado el último lugar. Gelasio, Carta al Emperador Anastasio, en: Thiel, A., Epistolae Romanorum Pontificum, Braunsburg, 1868, pp. 349-354, cit. en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente: Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, pp. 205-209; extracto en: Artola, M., Textos Fundamentales para el Estudio de la Historia, Biblioteca de la Revista de Occidente, 7, 1975, Madrid, pp. 37-38; todos los anteriores textos cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, pp. 310-311. Véase esp. para los textos latinos: Herrera, H., "La Doctrina Gelasiana", en: Padre Osvaldo Lira. En torno a su Pensamiento, Zig-Zag, 1994, Santiago, pp. 459-472. Dos son [las potestades], Augusto Emperador, por las cuales este mundo es principalmente regido: la sagrada autoridad de los pontífices y el poder regio (auctoritas sacrata pontificum et regalis potestas). En las cuales la carga de los sacerdotes es tanto más grave cuanto que en el juicio divino de los hombres también habrán de dar cuenta por los mismos reyes. Vos, clementísimo hijo, harto lo sabéis: sobrepasáis a todos los hombres en dignidad (praesideas humano generi dignitate); con todo, doblegáis humildemente vuestra cerviz ante los ministros de los Divinos Misterios y de ellos recibís los medios que os conducirán a la salvación eterna. Asimismo reconocéis que cuando los santos sacramentos son administrados cual corresponde, debéis ser contado entre los que participan humildemente de ellos y no entre los Ministros: en tales cosas, Vos dependéis de los sacerdotes y no os es lícito esclavizarlos a vuestra voluntad. Porque si en el campo de la organización jurídica civil (quantum ad ordinem publicae disciplinae), los mismos superiores eclesiásticos reconocen que el Poder Imperial os ha sido concedido por la Divina Providencia y que, en consecuencia, deben obediencia a vuestras leyes y procuran no ofenderos en lo mínimo en este orden en que Vos sois el que manda, ¿con cuánta mayor disposición y alegría habrá que prestar obediencia a aquellos que son puestos por Dios para la administración de los grandes Misterios? En conclusión: así como sobre la conciencia de los obispos recae una grave responsabilidad cuando, debiendo hablar, callan en asuntos de orden sobrenatural, también para los que deben escuchar existe un grave peligro si se muestran orgulllosos (lo que Dios no permita), en lo que deberían ser sumisos y obedientes. Y si los corazones de los fieles deben rendirse humildemente ante los sacerdotes en general, ¿cuánto mayor no habrá de ser la reverencia y el acatamiento que se deba al obispo que ocupa aquella sede elegida por la Soberana Majestad de Dios como lugar de Primacía sobre todos los demás obispos y que, en todo tiempo, fue objeto de la más tierna devoción por parte de la Iglesia entera?

 

Porque, mi amado hijo, como ciudadano romano respeto y venero al emperador romano; y como cristiano me urge el anhelo de hallarme en correspondencia y comunión real y verdadera con Vos, puesto que sois dechado de celo por la gloria del Señor. Pero como pontífice que ocupa la sede apostólica, a pesar de mi indignidad y mis pocas fuerzas, no puedo menos que intervenir con prudencia, pero también con prontitud allí donde se ofende la integridad de la fe católica. Por algo me ha sido confiada la custodia y dirección de la Palabra divina, y ¡pobre de mí si no anunciare la Buena Nueva.

De todo lo que antecede, como no puede menos de apreciar vuestra Majestad, se desprende una conclusión: que nadie, jamás y por ninguna razón terrena, debe orgullosamente revelarse contra el Ministerio de aquel hombre singular, puesto por Cristo como Cabeza de todos y al que la Santa Iglesia, en todo momento, ha reconocido y reconoce aún hoy como su Pastor Supremo. Lo que Dios ha establecido jamás podrá ser atropellado por la arrogancia de los hombres; pero jamás podrá prevalecer potestad alguna, cualquiera que sea, sobre las disposiciones divinas.

¡Ojalá que la audacia y torpeza de los perseguidores de la Iglesia no fuese para ellos causa de su condenación eterna, a imitación de la Iglesia a la que no pueden doblegarla las más furiosas tormentas!

La Obra que Dios ha fundado con tanta firmeza permanecerá en pie. ¿Pudo jamás ser vencida la fe, cuando alguien se propuso combatirla? ¿No triunfó más bien y se robusteció precisamente allí donde se creyó habérsela arrastrado? Es tiempo, pues, de que cesen en vuestro Imperio los mercenarios de cargos que no les corresponden, los cuales abusan precisamente de los momentos de confusión introducidos por ellos en la Iglesia. No debe permitirse por más tiempo que logren lo que inicuamente persiguen, olvidándose de que Dios y los hombres les han señalado el último lugar.

 

Gelasio, Carta al Emperador Anastasio, en: Thiel, A., Epistolae Romanorum Pontificum, Braunsburg, 1868, pp. 349-354, cit. en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente: Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, pp. 205-209; extracto en: Artola, M., Textos Fundamentales para el Estudio de la Historia, Biblioteca de la Revista de Occidente, 7, 1975, Madrid, pp. 37-38; todos los anteriores textos cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, pp. 310-311. Véase esp. para los textos latinos: Herrera, H., "La Doctrina Gelasiana", en: Padre Osvaldo Lira. En torno a su Pensamiento, Zig-Zag, 1994, Santiago, pp. 459-472.