SERMÓN DEL PAPA SAN LEÓN MAGNO EN EL NATALICIO DE LOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO

 

 

(I) Ciertamente, dilectísimos, todo el mundo es partícipe de las solemnidades de los santos y la piedad de una misma fe exige que lo que es recordado por la salvación de todos se celebre por doquier con gozos comunes. En verdad, la festividad de hoy día, además de aquella veneración que merece en toda la tierra, ha de ser recordada con exultación especial y adecuada en nuestra ciudad, a fin de que donde fue glorificada la muerte de los principales apóstoles, allí en el día de su martirio sea la culminación de la alegría. Pues estos son los varones gracias a quienes el Evangelio de Cristo resplandeció para ti, Roma, y tú que eras maestra del error, has sido hecha discípula de la verdad. Estos son tus santos padres y verdaderos pastores que te fundaron mucho mejor y más felizmente para introducirte en los reinos celestes, que aquellos que con su dedicación colocaron los primeros fundamentos de tus murallas; y de los cuales el que te dio el nombre te mancilló con el fratricidio. Estos son quienes te condujeron a esta gloria, para que, como raza santa, pueblo elegido, ciudad sacerdotal y regia, hecha cabeza del mundo, por la sacra sede del bienaventurado Pedro, presidas más bien por la religión divina que por la dominación terrena. Pues, aunque con muchas victorias por mar y tierra has extendido el derecho de tu imperio, sin embargo es menor lo que el esfuerzo bélico te sometió que lo que la paz cristiana te entregó.

(II) Dios bueno, justo y omnipotente, que nunca ha negado su misericordia al género humano, y siempre ha impulsado a todos los mortales en general a su conocimiento por medio de abundantísimos beneficios y ha tenido misericordia con profunda piedad y secreto consejo de la ceguera voluntaria y de la malicie proclive a la perdición de los que yerran, ha enviado a su Verbo igual a sí mismo y coeterno. El cual se hizo carne y así unió la naturaleza divina a la naturaleza humana, a fin de que su inclinación a lo ínfimo llegara a ser nuestra proyección a lo sumo; a fin también de que su gracia inenarrable se difundiera por todo el mundo, preparó al reino romano con divina prudencia; cuyos avances han sido conducidos hasta esos límites con los cuales la totalidad de los pueblos de doquiera llegase a ser contigua y vecina. La disposición de la divinidad operaba con el mayor cuidado para que muchos reinos fueran confederados en un imperio, y la predicación general llegase prontamente a diversos pueblos, a los cuales unía el gobierno de una ciudad. Esta ciudad, no obstante, ignorante del autor de su promoción, cuando casi dominaba a todas las razas servía a los errores de todas ellas y parecía que hubiese formado para sí al gran culto, porque a ninguna falsedad había desechado... De donde cuanto había sido por el diablo fuertemente atado, tanto es admirablemente desatado por Cristo.

(III) Pues cuando los doce apóstoles habiendo recibido el don de lenguas por el Espíritu Santo, para comunicar al mundo el Evangelio, distribuidos por las partes de la tierra, el muy bienaventurado Pedro, príncipe del orden apostólico, fue destinado a la cima del Imperio Romano, a fin de que la luz de la verdad que revelaba la salvación a todas las razas, fuera difundida por todo el cuerpo del mundo desde la misma cabeza. Pues, ¿qué hombres de qué nación no se encontraban entonces en esta ciudad? o ¿qué razas habrían ignorado lo que Roma hubiese enseñado? Aquí las opiniones de la filosofía han de ser pisoteadas, aquí las vanidades de la sabiduría terrenal han de ser disueltas, aquí el culto de los demonios confundido, aquí la impiedad de todos los sacrificios destruida, aquí donde con diligentísima superstición se había reunido lo que fuera el instituto de diversos errores.

 

San León Magno, Sermo LXXXII, en: Migne, Patrologia Latina, t. LIV, col. 422-428. Trad. del latín por Héctor Herrera C.