FRAGMENTOS DE LA "HISTORIA SECRETA" DE PROCOPIO (s. VI)

 

(Proemio) [Al narrar cuanto ha llegado a sucederle hasta ahora al pueblo romano en las guerras, expuse en orden todas sus acciones, en la medida en que me resultaba posible, de acuerdo con los tiempos y los escenarios correspondientes. Sin embargo ya no voy a organizar de este modo los sucesos posteriores, puesto que a partir de este momento me propongo escribir todo cuanto haya podido suceder en cualquier parte del imperio romano. La razón de ello es que no era sin duda posible consignar esos sucesos del modo en que debe hacerse cuando todavía estaban vivos sus actores. No era en efecto posible, ni pasar inadvertido al gran número de espías, ni ser descubierto sin padecer una muerte miserable, pues ni siquiera podía confiarme a los familiares más próximos, antes bien me vi obligado a ocultar las causas de muchos de los acontecimientos mencionados en los libros precedentes. Será por lo tanto preciso que en este punto de mi obra revele lo que hasta el momento se había silenciado así como las causas de lo que he expuesto previamente. Pero ahora que me encamino a otra empresa, en cierto modo ardua y terriblemente difícil de superar, la de las vidas de Justiniano y Teodora, resulta que me encuentro temblando y me echo atrás en buena medida cuando considero que esto que habré de escribir en este momento pueda parecer increíble o inverosímil a las futuras generaciones; especialmente, cuando el tiempo, en su largo flujo, haya avejentado mi relato, temo cosechar la reputación de un mitógrafo y ser incluido entre los poetas trágicos. No voy a acobardarme ante las dimensiones de mi tarea, pues confío sin duda en que mi libro no va a carecer del apoyo de testigos. Pues los hombres de hoy, al ser los más capacitados testigos de los sucesos, transmitirán fidedignamente a los tiempos venideros la credibilidad que éstos les merecen.

A pesar de ello, en numerosas ocasiones me retuvo otra reflexión durante largo tiempo a pesar de que estaba ansiando escribir este libro. Consideraba en efecto que esta obra resultaría inconveniente a las generaciones futuras, porque antes conviene que las más viles acciones sean desconocidas para la posteridad, que el que lleguen a oídos de tos tiranos y susciten en ellos el deseo de emularlas. Pues a la mayor parte de los que sustentan el poder siempre es fácil que la ignorancia les mueva fácilmente a imitar las malas acciones de sus antepasados, y así se sienten invariablemente atraídos, de una forma natural y espontánea, por los crímenes cometidos por los más antiguos. Sin embargo al final una consideración me llevó a redactar la historia de estos hechos: el pensar que los tiranos que vengan luego tendrán clara conciencia, en primer lugar de que no es improbable que les sobrevenga un castigo por sus crímenes -justamente lo que llegaron a padecer estos hombres-, y además, de que sus acciones y caracteres quedarán para siempre consignados por escrito: tal vez así sean por este mismo motivo más reluctantes a la hora de transgredir las leyes. Pues ¿quién entre tos hombres venideros podría conocer la licenciosa vida de Semiramis o la locura de Sardanápalo y Nerón, si no hubieran dejado recuerdo de estas cosas los escritores de entonces? Especialmente a aquellos que padezcan idéntico destino, si es que esto ocurriese, a manos de los tiranos, no les dejará sin duda de ser útil oír este relato, pues los que se ven envueltos en la desgracia acostumbran a consolarse con el pensamiento de que los males no les sobrevienen sólo a ellos. Por estas razones pues procederé en primer lugar a decir cuántas infamias cometió Belisario y luego expondré también cuántas infamias cometieron Justiniano y Teodora.

(VIII) Pero pienso que no está fuera de lugar describir la apariencia de este hombre. En cuanto a su complexión, no era ni demasiado alto, ni demasiado bajito, sino de altura media, no desde luego enjuto, sino algo lleno de carnes, con una cara redonda y no sin cierta belleza, pues todavía conservaba sus colores incluso después de dos días de ayuno. Para describir toda su apariencia concisamente: era idéntico en casi todos sus rasgos a Domiciano, el hijo de Vespasiano, cuya maldad afectó hasta tal punto a los romanos que ni siquiera después de descuartizarlo completamente supieron calmar la cólera que sentían hacia él, de forma que el senado promulgó un decreto para que no se recordase el nombre del emperador por escrito ni se conservase imagen alguna de él. (...) Ésta era pues aproximadamente su apariencia. En cuanto a su carácter, no podría hacer una descripción exacta de él, pues era un hombre perverso y voluble, malvado y necio a la vez, según se dice, alguien que no dice la verdad a aquellos con los que habla, sino que siempre pretende confundir en todo lo que hace o dice y que al mismo tiempo se entrega sin reserva a los que pretenden engañarle. Se había producido en él como una extraña mezcla compuesta de demencia y maldad. Quizás esto era lo mismo que proclamaba en los tiempos antiguos uno de los filósofos del Peripato, cuando decía que los elementos más opuestos se encuentran en la naturaleza de los hombres como en una mezcla de colores... No obstante debo escribir sobre cosas que pude contrastar. Este emperador era taimado, embaucador, falsario, de cólera soterrada, un hombre doble, astuto, el más consumado artista a la hora de disimular su opinión, capaz de verter lágrimas no por placer o dolor alguno, sino fingidamente para la ocasión, de acuerdo con la necesidad del momento; siempre mendaz, pero no según capricho, sino ratificando lo convenido por escrito y con solemnes juramentos, y esto ante sus súbditos, aunque enseguida rompía sus juramentos y acuerdos, tal como suelen hacer los más viles de los esclavos que, por temor a las torturas que les sobrevendrán, se retractan en confesión de lo que habían jurado; un amigo inconstante, un enemigo implacable, entregado apasionadamente al dinero y al asesinato, causa permanente de discordia, propenso a cambiarlo todo, dispuesto a secundar cualquier mala acción pero no a aceptar ningún consejo que le condujese a una buena, pronto a concebir y a realizar bajezas, mientras consideraba desagradable la simple mención de buenas obras. ¿Cómo podría alguien ser capaz de abarcar con la palabra todos los rasgos del carácter de Justiniano? Parecía que no tenía estos y otros muchos males aún mayores por su condición humana, sino que daba la sensación de que la naturaleza había quitado la maldad al resto de la humanidad para depositarla en el alma de este hombre. Además de todo esto, era extremadamente proclive a aceptar las calumnias, pero muy pronto a castigarías, pues nunca juzgó nada después de informarse, sino que, nada más escuchar al calumniador, daba a conocer su opinión. Redactaba sin vacilar lo más mínimo escritos en los que sin motivo alguno se ordenaba ocupar tierras, quemar ciudades y esclavizar a pueblos enteros. De tal forma que si alguien quisiera calcular todo lo que les ha sucedido a los romanos desde el principio para contrastarlo con estos hechos, me parece que descubriría que se habían producido más asesinatos de hombres a manos de esta persona que cuantos hubieran podido acaecer en todos los demás siglos. Y no vacilaba en apoderarse fríamente de los bienes ajenos, pues ni siquiera consideraba necesario aducir una excusa cualquiera a modo de defensa legal por usurpar bienes que no le pertenecían, y sin embargo, cuando estos bienes eran ya suyos, por una prodigalidad absurda, era la persona más dispuesta a despreciarlos y a entregárselos a los bárbaros sin motivo alguno. Por decirlo en una palabra, ni él tenía dinero ni dejaba que absolutamente ninguna otra persona lo tuviera, como si no hubiera sido vencido por su avaricia, sino por su envidia hacia los que poseían dinero. Desterrando así fácilmente la riqueza del territorio de los romanos, se convirtió para todos en el Creador de la miseria.

(IX) Esto es pues cuanto hemos podido describir acerca del carácter de Justiniano. En cuando a la mujer con la que se casó, voy ahora a contar de qué modo nació, fue educada y, una vez unida a este hombre en matrimonio, arruinó desde sus cimientos el estado romano. Vivía en Bizancio un tal Acacio, cuidador de las fieras del circo por la facción de los Verdes, al que llaman "encargado de los osos". Este hombre murió de enfermedad cuando Anastasio detentaba el poder imperial, dejando tras de sí tres niñas, Comitó, Teodora y Anastasia, de las que la mayor todavía no había cumplido los siete años. Su mujer, al quedarse viuda, se juntó con otro hombre para que en adelante se hiciera cargo con ella de los asuntos domésticos y de este trabajo. Pero el director de danza de los Verdes, que se llamaba Asterio, sobornado por el dinero de otro, destituyó a éstos de este cargo y nombró en su lugar sin mayor problema al que le había dado el dinero, pues los directores de danza tienen la potestad de administrar estos puestos según desean. Sin embargo, cuando la mujer vio a toda la población congregada en el circo, puso unas coronas a sus hijas en la cabeza y en las dos manos y se sentó como suplicante. Aunque los Verdes no se declararon en absoluto dispuestos a acceder a su súplica, los Azules les concedieron este mismo cargo, puesto que se les acababa de morir su cuidador de fieras. Cuando estas niñas llegaron a la adolescencia, la madre las llevó enseguida a la escena que había allí porque era notoria su belleza, aunque no a todas al mismo tiempo, sino conforme cada una de ellas le pareció madura para este tipo de trabajo. Comitó fue pues la primera que sobresalió entre las heteras de aquellos días. Después de ella venía Teodora, que se cubría con una pequeña túnica de mangas a la manera de un joven esclavo y entre otros servicios que le prestaba llevaba siempre sobre sus hombros un escaño sobre el que aquella solía sentarse en sus encuentros. (...) Pero tan pronto como llegó a la adolescencia y estuvo ya desarrollada, se bajó ella misma a escena con las mujeres y se convirtió enseguida en una hetera de esas que los antiguos llamaban "de infantería", pues no era flautista ni harpista ni había siquiera estudiado los pasos de la danza, sino que sólo entregaba su juvenil belleza a todo el que llegaba, dejándole que se sirviera de todas las partes de su cuerpo. (...) Y aunque a menudo se quedaba embarazada, casi siempre pudo provocar enseguida el aborto. (...) Por su parte cuantas personas respetables se encontraban con ella en el ágora la evitaban y se marchaban presurosos, no fuese que al tocar alguna parte de los vestidos de esta mujer pareciese que compartían su impureza. Así pues, para los que la veían, sobre todo al despuntar el día, era un pájaro de mal agüero. Por otra parte acostumbraba a tratar siempre a sus compañeras del teatro con la ferocidad del escorpión, pues la envidia la dominaba completamente.

(...) Ésta fue pues la forma en que nació y fue criada esta mujer y por la que llegó a ser famosa entre muchas mujeres públicas y entre todos los hombres. Cuando llegó a Bizancio de nuevo, Justiniano concibió un violento amor por ella. Al principio la trataba como a una amante, aunque la había ascendido a la dignidad de patricia. Teodora pudo así adquirir enseguida un extraordinario poder y amasar consiguientemente una enorme fortuna, pues lo que más placer le causaba a este hombre era dar todos sus bienes y conceder todos sus favores a su amada, que es lo que les suele suceder a los que están perdidamente enamorados. Así, el estado se convirtió en el combustible de este amor y Justiniano junto con Teodora no sólo arruinó todavía mucho más que antes al pueblo en la capital, sino por todo el imperio de los romanos.

 

Procopio, Historia Secreta, Trad. de J. Signes C., Gredos, 2000, Madrid, pp. 143-146 y 196-206.