EL LLAMADO A LA PRIMERA CRUZADA

 

SEGÚN ROBERTO EL MONJE

El año de la Encarnación de 1095, se reunió en la Galia un gran concilio en la provincia de Auvernia y en la ciudad llamada Clermont. Fue presidido por el Papa Urbano II, cardenales y obispos; ese concilio fue muy célebre por la gran concurrencia de franceses y alemanes, tanto obispos como príncipes. Después de haber regulado los asuntos eclesiásticos, el Papa salió a un lugar espacioso, ya que ningún edificio podía contener a aquellos que venían a escucharle. Entonces, con la dulzura de una elocuencia persuasiva, se dirigió a todos: "Hombres franceses, hombres de allende las montañas, naciones, que vemos brillar en vuestras obras, elegidos y queridos de Dios, y separados de otros pueblos del universo, tanto por la situación de vuestro territorio como por la fe católica y el honor que profesáis por la santa Iglesia, es a vosotros que se dirigen nuestras palabras, es hacia vosotros que se dirigen nuestras exhortaciones: queremos que sepáis cuál es la dolorosa causa que nos ha traído hasta vuestro país, como atraídos por vuestras necesidades y las de todos los fieles. De los confines de Jerusalén y de la ciudad de Constantinopla nos han llegado tristes noticias; frecuentemente nuestros oídos están siendo golpeados; pueblos del reino de los persas, nación maldita, nación completamente extraña a Dios, raza que de ninguna manera ha vuelto su corazón hacia Él, ni ha confiado nunca su espíritu al Señor, ha invadido en esos lugares las tierras de los cristianos, devastándolas por el hierro, el pillaje, el fuego, se ha llevado una parte de los cautivos a su país, y a otros ha dado una muerte miserable, ha derribado completamente las iglesias de Dios, o las utiliza para el servicio de su culto; esos hombres derriban los altares, después de haberlos mancillado con sus impurezas; circuncidan a los cristianos y derraman la sangre de los circuncisos, sea en los altares o en los vasos bautismales; aquellos que quieren hacer morir de una muerte vergonzosa, les perforan el ombligo, hacen salir la extremidad de los intestinos, amarrándola a una estaca; después, a golpes de látigo, los obligan a correr alrededor hasta que, saliendo las entrañas de sus cuerpos, caen muertos. Otros, amarrados a un poste, son atravesados por flechas; a algunos otros, los hacen exponer el cuello y, abalanzándose sobre ellos, espada en mano, se ejercitan en cortárselo de un solo golpe. ¿Qué puedo decir de la abominable profanación de las mujeres? Sería más penoso decirlo que callarlo. Ellos han desmembrado el Imperio Griego, y han sometido a su dominación un espacio que no se puede atravesar ni en dos meses de viaje. ¿A quién, pues, pertenece castigarlos y erradicarlos de las tierras invadidas, sino a vosotros, a quien el Señor a concedido por sobre todas las otras naciones la gloria de las armas, la grandeza del alma, la agilidad del cuerpo y la fuerza de abatir la cabeza de quienes os resisten? Que vuestros corazones se conmuevan y que vuestras almas se estimulen con valentía por las hazañas de vuestros ancestros, la virtud y la grandeza del rey Carlomagno y de su hijo Luis, y de vuestros otros reyes, que han destruido la dominación de los Turcos y extendido en su tierra el imperio de la santa Iglesia. Sed conmovidos sobre todo en favor del santo sepulcro de Jesucristo, nuestro Salvador, poseído por pueblos inmundos, y por los santos lugares que deshonran y mancillan con la irreverencia de sus impiedades. Oh, muy valientes caballeros, posteridad surgida de padres invencibles, no decaed nunca, sino recordad la virtud de vuestros ancestros; que si os sentís retenidos por el amor de vuestros hijos, de vuestros padres, de vuestras mujeres, recordad lo que el Señor dice en su Evangelio: "Quien ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10,37). "Aquel que por causa de mi nombre abandone su casa, o sus hermanos o hermanas, o su padre o su madre, o su esposa o sus hijos, o sus tierras, recibirá el céntuplo y tendrá por herencia la vida eterna" (Mt 19,29). Que no os retenga ningún afán por vuestras propiedades y los negocios de vuestra familia, pues esta tierra que habitáis, confinada entre las aguas del mar y las alturas de las montañas, contiene estrechamente vuestra numerosa población; no abunda en riquezas, y apenas provee de alimentos a quienes la cultivan: de allí procede que vosotros os desgarréis y devoréis con porfía, que os levantéis en guerras, y que muchos perezcan por las mutuas heridas. Extinguid, pues, de entre vosotros, todo rencor, que las querellas se acallen, que las guerras se apacigüen, y que todas las asperezas de vuestras disputas se calmen. Tomad la ruta del Santo Sepulcro, arrancad esa tierra de las manos de pueblos abominables, y sometedlos a vuestro poder. Dios dio a Israel esa tierra en propiedad, de la cual dice la Escritura que "mana leche y miel" (Nm 13,28); Jerusalén es el centro; su territorio, fértil sobre todos los demás, ofrece, por así decir, las delicias de un otro paraíso: el Redentor del género humano la hizo ilustre con su venida, la honró residiendo en ella, la consagró con su Pasión, la rescató con su muerte, y la señaló con su sepultura. Esta ciudad real, situada al centro del mundo, ahora cautiva de sus enemigos, ha sido reducida a la servidumbre por naciones ignorantes de la ley de Dios: ella os demanda y exige su liberación, y no cesa de imploraros para que vayáis en su auxilio. Es de ustedes eminentemente que ella espera la ayuda, porque así como os lo hemos dicho, Dios os ha dado, por sobre todas las naciones, la insigne gloria de las armas: tomad, entonces, aquella ruta, para remisión de vuestros pecados, y partid, seguros de la gloria imperecedera que os espera en el reino de los cielos". Habiendo el Papa Urbano pronunciado este discurso pleno de comedimiento, y muchos otros del mismo género, unió en un mismo sentimiento a todos los presentes, de tal modo que gritaron todos: ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! Habiendo escuchado esto el venerable pontífice de Roma, elevó los ojos al cielo y, pidiendo silencio con la mano en alto, dijo: "Muy queridos hermanos, hoy se manifiesta en vosotros lo que el Señor dice en el Evangelio: "Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos". Porque si el Señor no hubiese estado en vuestras almas, no hubieseis pronunciado todos una misma palabra: y en efecto, a pesar de que esta palabra salió de un gran número de bocas, no ha tenido sino un solo principio; es por eso que digo que Dios mismo la ha pronunciado por vosotros, ya que es Él quien la ha puesto en vuestro corazón. Que ése sea, pues, vuestro grito de guerra en los combates, porque esa palabra viene de Dios: cuando os lancéis con impetuosa belicosidad contra vuestros enemigos, que en el ejército de Dios se escuche solamente este grito: ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! No recomendamos ni ordenamos este viaje ni a los ancianos ni a los enfermos, ni a aquellos que no les sean propias las armas; que la ruta no sea tomada por las mujeres sin sus maridos, o sin sus hermanos, o sin sus legítimos garantes, ya que tales personas serían un estorbo más que una ayuda, y serán más una carga que una utilidad. Que los ricos ayuden a los pobres, y que lleven consigo, a sus expensas, a hombres apropiados para la guerra; no está permitido ni a los obispos ni a los clérigos, de la orden que sea, partir sin el consentimiento de su obispo, ya que si parten sin ese consentimiento, el viaje les será inútil; ningún laico deberá prudentemente ponerse en ruta, si no es con la bendición de su pastor; quien tenga, pues, la voluntad de emprender esta santa peregrinación, deberá comprometerse ante Dios, y se entregará en sacrificio como hostia viva, santa y agradable a Dios; que lleve el signo de la Cruz del Señor sobre su frente o su pecho; que aquel que, en cumplimiento de sus votos, quiera ponerse en marcha, la ponga tras de sí, en su espalda; cumplirá, con esta acción, el precepto evangélico del Señor: "El que no tome su cruz y me siga, no es digna de mí"."

 

ROBERT LE MOINE, Histoire de la Première Croisade, Ed. Guizot, 1825, Paris, pp. 301-306. Trad. del francés por José Marín R.

 

SEGÚN GUIBERT DE NOGENT

He aquí la arenga que [el papa Urbano II] pronunció, si no en los mismos términos, al menos en el mismo espíritu:

"Si entre las iglesias repartidas por el mundo entero, unas ameritan más respeto que las otras, en razón de las personas o del lugar (en razón de las personas, digo, atendiendo a que otorgamos más privilegios a las sedes apostólicas; en razón de los lugares, teniendo en cuenta que a las ciudades reales, como por ejemplo la ciudad de Constantinopla, se deben conceder las mismas distinciones que a las personas), debemos, pues, testimoniar por sobre todo un respeto muy particular por aquella Iglesia de donde nos vino la gracia de la Redención, y que es la cuna de toda la Cristiandad. Si es verdad, como dice el Señor, que la salvación viene de los judíos (Jn 4,22), y que el Señor de los ejércitos nos ha entregado una simiente, a fin de que nunca seamos como Sodoma, y que tampoco nos asemejemos a Gomorra, Cristo es esa simiente en la cual están contenidas la salvación y la bendición de todas las naciones; y la tierra y la ciudad que Él habitó, y donde sufrió, son llamadas santas, conforme al testimonio de las Escrituras. En efecto, leemos en las páginas sagradas y proféticas que esta tierra es la herencia de Dios, y el templo, santo, incluso antes de que el Señor la hubiese hollado con sus pies y hubiese allí sufrido. ¿Qué acrecentamiento en su santidad, qué nuevos títulos en lo que a nosotros respecta, ha obtenido desde que Dios, en su majestad, allí se encarnó, alimentó, educó, la recorrió en todos los sentidos, viviendo una vida corporal; cuando, para resumir en una concisión digna de su objeto todo lo que podría ser dicho en largos discursos, la sangre del Hijo de Dios, más santa que el cielo y la tierra, fue allí derramada; cuando su cuerpo, en medio de la agitación de los elementos, allí reposó en paz en un sepulcro? Si, poco después de la muerte de Nuestro Señor, y cuando los judíos todavía estaban en posesión de ella, esta ciudad fue llamada santa por el evangelista, que dijo: "Muchos cuerpos de santos que estaban muertos han resucitado; y, habiendo dejado sus sepulcros, después de su resurrección, entraron en la ciudad santa, y fueron vistos por muchas personas" (Mt 27,52-53); y si el profeta Isaías ya había dicho: "Su sepulcro será glorioso" (Is 11,10), ¿cómo esta santidad podría en lo sucesivo ser aniquilada, sean cuales fueren los males que sobrevengan?, como es igualmente cierto que la gloria del santo sepulcro no podrá ser destruida. ¡Oh, mis hermanos queridos!, si es verdad que aspiráis al autor de esa santidad y esa gloria, si queréis ardientemente conocer los lugares de aquella tierra donde se encuentran sus huellas, es a vosotros a quienes corresponde hacer grandes esfuerzos, con la ayuda de Dios, que marchará delante de vosotros, y combatirá por vosotros, a fin de purgar aquella ciudad santa y aquel glorioso sepulcro, de las humillaciones que allí acumulan los gentiles con su presencia, tanto más cuanto que está en su poder. Si la piedad de los Macabeos ameritó ya los más grandes elogios, porque combatían por las ceremonias y por el templo; así como se os permite, caballeros cristianos, tomar las armas para defender la libertad de la patria, y si estimáis que es un deber realizar los más grandes esfuerzos para visitar los templos de los apóstoles o de cualquier otro santo, ¿por qué tardáis en exaltar la Cruz, la sangre, el monumento del Señor, de visitarlo, de consagraros a tal servicio por la salvación de vuestras almas? Hasta ahora habéis hecho guerras injustas, en vuestros furores insensatos os habéis lanzado recíprocamente sobre vuestras casas los dardos de la codicia y de la soberbia, y habéis por ello atraído sobre vosotros las penas de la muerte eterna y de un daño verdadero. Ahora os proponemos guerras que tienen en sí mismas la gloriosa recompensa del martirio, que serán por siempre objeto de elogio, para los tiempos presentes y para la posteridad. Supongamos por un momento que Cristo no murió, ni fue enterrado en Jerusalén, y que tampoco vivió allí; ciertamente, si todo ello nos falta, este solo hecho, que la ley provenga del Libro, y la Palabra del Señor de Jerusalén, debería ser suficiente para impulsaros a marchar en auxilio de la tierra y de la ciudad santas. En efecto, si Jerusalén es la fuente desde la cual se derrama todo lo que se remite a la predicación del cristianismo, los pequeños arroyos que se han diseminado por todas partes y sobre toda la faz de la tierra, deben remontar dentro de los corazones de todos los fieles católicos, a fin de que se compenetren correctamente de todo aquello que deben a tan abundante fuente. Si las corrientes retornan al lugar de donde han surgido, es a fin de que se derramen igualmente (Ecles 1,7). Según el lenguaje de Salomón, os debe parecer glorioso esforzaros en purificar el lugar de donde ciertamente os ha venido el bautismo que purifica y las enseñanzas de la fe. He aquí además otra consideración a la cual debéis otorgar máxima importancia, y es que Dios, actuando por vosotros, emplea vuestros esfuerzos para hacer reflorecer el culto cristiano en la iglesia, madre de todas las iglesias; es posible que eso sea con la intención de restablecer la fe en algunas porciones del Oriente, para hacerlas resistir en los tiempos del Anticristo, que se avecinan; pues es claro que no será ni contra los Judíos ni contra los gentiles que el Anticristo hará la guerra; sino que, conforme a la etimología misma de su nombre, atacará a los cristianos; y si no encuentra cristianos en esos lugares, como en el presente que no se encuentra casi ninguno, no habrá quién le resista, o a quien tenga para atacar; así, según el profeta Daniel, y san Jerónimo, su intérprete, alzará sus tiendas en el monte de los Olivos. Es cierto, pues el apóstol lo dijo, que tomará asiento en Jerusalén en el templo de Dios, queriendo pasar por un dios (2Tes 2,4), y el mismo profeta Daniel dijo además que, sin duda, tres reyes, a saber, los de Egipto, Africa y Etiopía, serán los primeros asesinados por él, en razón de su fe en Cristo (Dan 7,2). Y, ciertamente, ello no podrá ocurrir si el cristianismo está establecido en los lugares donde reina ahora el paganismo. Si, pues, en vuestro celo por estos píos combates, os esforzáis, después de haber recibido de Jerusalén los principios del conocimiento de Dios, en restablecerlos en esos mismos lugares, en signo de reconocimiento, con el fin de trabajar en expandir ampliamente el nombre católico, ¿quién debe resistir a las pérfidas intenciones del Anticristo y de los anticristianos, quién podría dudar que Dios, cuyo poder es superior a todas las esperanzas de los hombres, abrasa esos campos cubiertos con las cañas del paganismo, con la ayuda de la llama encendida de vuestros corazones, a fin de que Egipto, Africa y Etiopía, que no están en comunión con nuestras creencias, sean constreñidas por las reglas de dicha ley, y que el hombre del pecado, el hijo de la perdición, encuentre nuevos rebeldes? El Evangelio nos grita que Jerusalén será pisoteada por las naciones, hasta que el tiempo de las naciones sea consumado (Lc 21,24). Esas palabras, "el tiempo de las naciones", pueden entenderse de dos maneras. Quiere decir que las naciones han dominado a los cristianos a su amaño y se han revolcado, según el ardor de las pasiones, en el fango de todas las ignominias sin encontrar obstáculo alguno; por eso se dice ordinariamente que es a su tiempo que todas las cosas resultarán según sus votos, como dice este ejemplo: "Mi tiempo no ha llegado todavía, pero el tiempo está siempre propio a vosotros" (Jn 7,6); y se dice habitualmente a los voluptuosos: "Tendréis vuestro tiempo". O bien estas palabras, "el tiempo de las naciones", significan la totalidad de las naciones, que serán llamadas a la fe antes de que Israel sea salvado; puede ser, oh, hermanos queridos, que ese tiempo se cumpla cuando los poderes paganos sean expulsados por vosotros, con la ayuda de Dios; porque el fin del siglo se aproxima, y las naciones cesan de ser convertidas al Señor, ya que hará falta, según las palabras del apóstol, "que la revuelta llegue previamente" (2Tes 2,3). No obstante, y conforme a las palabras de los profetas, es necesario que antes de la venida del Anticristo el Imperio del Cristianismo sea renovado en esos lugares, por vosotros, o por quienes plazca a Dios que lo hagan, a fin de que el señor de todos los males, aquél que establecerá el trono de su reino, encuentre algún rastro de fe contra el cual combatir. Pensad que el Todopoderoso puede haberos destinado para levantar a Jerusalén del estado de envilecimiento en el cual se encuentra pisoteada; ¿y, os lo demando, juzgad cuántos corazones gozarían de alegría si vemos la Ciudad santa elevada por vuestra ayuda, y aquellos oráculos proféticos, o mejor dicho divinos, cumplidos en nuestro tiempo? Recordad además estas palabras que Dios mismo dijo a la Iglesia: "Yo conduciré vuestros hijos del Oriente, y reuniré los de Occidente" (Is 63,5). Dios ha conducido a los hijos del Oriente, porque aquel territorio del Oriente ha doblemente producido los primeros príncipes de nuestra Iglesia, y los reúne de Occidente reparando los males de Jerusalén por los brazos de aquellos que han recibido las últimas enseñanzas de la fe, es decir, por los occidentales, porque creemos que tales cosas las podéis hacer vosotros, con la ayuda del Señor. Que si las palabras de las Escrituras no os determinan, si nuestra invitación no llega al fondo de vuestra alma, que al menos la extrema miseria de todos aquellos que desean visitar los santos lugares, os toque y conmueva. Tened en cuenta a aquellos que emprenden aquella peregrinación, y van a aquel país a través de las tierras: si son ricos, a cuántas exacciones y violencias son sometidos; casi a cada milla de la ruta son obligados a pagar tributos e impuestos; en cada puerta de la ciudad, a la entrada de iglesias y templos, los hacen pagar un precio; y cada vez que se transportan de un lugar a otro, por una acusación cualquiera, se ven forzados a pagar un rescate a precio de plata, y al mismo tiempo, los gobernadores de los gentiles no cesan de castigar cruelmente con golpes a quien rehuse hacerles presentes. ¿Qué decir de aquéllos que, no teniendo nada, confiados en su indigencia absoluta, emprenden aquel viaje porque les parece no tener nada que perder en su propia persona? Se les somete a suplicios intolerables para quitarles lo que no tienen; se les despedaza, se les abren los talones para ver si por azar no tienen algo cosido por debajo, y la crueldad de estos malvados va todavía más lejos. En el convencimiento de que estos desgraciados pueden haber tragado oro o plata, los hacen beber escamonea hasta obligarlos al vómito, o incluso hasta hacer rendirse a sus órganos vitales; o, lo que es más horrible aún, les abren el vientre a punta de hierro, haciendo salir las envolturas de los intestinos, y pinchando con afrentosas incisiones hasta en los repliegues más secretos del cuerpo humano. Tened en consideración, os ruego, a tantos millones de hombres que han muerto de la manera más deplorable; tomad enseguida partido por los santos lugares, de donde os han llegado los primeros elementos de la piedad, y creed sin duda que Cristo marchará delante de aquellos que vayan a hacer la guerra por Él, que Él será vuestro porta estandarte, y servirá de precursor a cada uno de vosotros".

Cuando este hombre tan eminente hubo finalizado su discurso, dio la absolución, por el poder del bienaventurado Pedro, a todos cuantos hicieron voto de partir, y la confirmó en virtud de su autoridad apostólica.

 

GUIBERT DE NOGENT, Histoire des Croisades, II, Éd. Guizot, 1825, Paris, pp. 46-52. Trad. al francés por José Marín R.

  

SEGÚN FOUCHER DE CHARTRES

No obstante, el Papa agregó sobre la marcha otras tribulaciones, no menores que las que ya había señalado [en el mismo Concilio de Clermont], sino más grandes y las peores de todas, y que surgidas en otra parte del mundo, asediaban la Cristiandad. "Acabáis, dijo, hijos del Señor, de jurar fielmente, y con una firmeza con que no lo habíais hecho hasta ahora, mantener la paz entre vosotros, y la preservación de los derechos de la Iglesia. Pero no es todavía suficiente; una obra útil debe aún hacerse; ahora que sois fortificados por la corrección del Señor, debéis consagrar todos los esfuerzos de vuestro celo a otro asunto, que no es menos vuestro que de Dios. Es urgente, es preciso que os apuréis en marchar en socorro de vuestros hermanos que habitan en Oriente, y que tienen gran necesidad de la ayuda que habéis, tantas veces ya, prometido. Los turcos y los árabes se han precipitado sobre ellos, cosa que muchos de entre vosotros han ciertamente escuchado narrar, y han invadido las fronteras de la Romania, hasta ese rincón del Mar Mediterráneo que se llama el Brazo de San Jorge, extendiendo cada vez más sus conquistas sobre tierras de cristianos, a quienes en siete oportunidades han vencido ya en batalla, capturando o matando a un gran número, han trastornado completamente las iglesias, y saqueado todo el país sometido a la dominación cristiana. Si soportáis que cometan durante todavía más tiempo e impunemente parecidos excesos, llevarán sus ataques más lejos, masacrando una multitud de fieles servidores de Dios. Es por ello que os advierto y conjuro, no en mi nombre, sino en nombre del Señor, a vosotros los heraldos de Cristo, a comprometer por frecuentes proclamaciones a los francos de todo rango, gente de a pie y caballeros, pobres y ricos, a socorrer con diligencia a los adoradores de Cristo, pensando que todavía es tiempo, y de expulsar lejos de las regiones sometidas a nuestra fe a la raza impía de los devastadores. Ello, y lo digo a aquellos de vosotros que están presentes aquí, lo mando también a los ausentes; aun más, es Cristo quien lo ordena. En cuanto a aquellos que partirán, si pierden la vida, sea durante la ruta por tierra, sea atravesando los mares, sea combatiendo a los idólatras, todos los pecados les serán remitidos en ese momento; este favor tan precioso yo lo concedo en virtud de la autoridad por la cual he sido investido por Dios mismo. ¡Qué vergüenza no sería para nosotros si aquella raza infiel tan justamente despreciada, degenerada de la dignidad de hombre, y vil esclava del demonio, cargara sobre el pueblo elegido de Dios Todopoderoso, ese pueblo que ha recibido la luz de la verdadera fe, y sobre el cual el nombre de Cristo despliega un esplendor tan grande! ¿Cuántos crueles reproches nos haría el Señor, si no ayudarais a aquellos que, como nosotros, tienen la gloria de profesar la fe de Cristo? Que marchen, dijo el papa finalizando, contra los infieles y concluyan victoriosamente una lucha que ya desde hace mucho tiempo debería haberse comenzado, esos hombres que hasta ahora han tenido la criminal costumbre de librarse a guerras internas contra los fieles; que lleguen a ser verdaderos caballeros, ésos que por tanto tiempo no han sido sino bandidos; que combatan ahora, como es justo, contra los bárbaros, aquellos que en otro tiempo volvían sus armas contra hermanos de su misma sangre; que busquen las recompensas eternas, esos que durante tantos años han vendido sus servicios como mercenarios por una miserable paga; que se esfuercen por adquirir una doble gloria aquellos que hasta hace poco arrostraron tantas fatigas, en detrimento de su cuerpo y de su alma. ¿Qué más puedo agregar? De una parte estarán los miserables privados de verdaderos bienes, de la otra, hombres colmados de verdaderas riquezas; por una parte combatirán a los verdaderos enemigos del Señor, de otra a sus amigos. Que nada retarde la partida de aquellos que marcharán a esta expedición; que arrienden sus tierras reuniendo todo el dinero necesario para sus gastos, y que tan pronto como haya terminado el invierno, para dar lugar a la primavera, se pongan en camino bajo la guía del Señor" Así habló el Papa: en ese mismo instante todos los auditores se sintieron animados por un santo fervor por aquella empresa, pensando todos que nada podría ser más glorioso...

 

FOULCHER DE CHARTRES, Histoire des Croisades, Chap. 1, Ed. Guizot, 1825, Paris, pp. 7-10. Trad del francés por José Marín R.

 

 

SEGÚN GUILLERMO DE TIRO

...el señor Urbano dirigió una exhortación al Concilio reunido [en Clermont], y habló en estos términos:

"Sabéis, mis hijos bien amados, y conviene que vuestra caridad no lo olvide nunca, que el Redentor del género humano se revistió de carne para la salvación de todos, y se hizo hombre entre los hombres, ilustrando con su presencia la tierra de promisión, que Él había prometido ya a los patriarcas; la hizo célebre por sobre todo por las obras que allí realizó, y por la frecuente manifestación de sus milagros. El Antiguo, como el Nuevo Testamento, nos lo enseñan en cada página, en cada sílaba. Ciertamente Él dio a esta porción infinitamente pequeña del globo un muy particular privilegio de predilección, dignándose en llamarla su herencia, a pesar de que toda la tierra y todo lo que ella contiene le pertenece. Así dijo, por boca de Isaías: "Israel es mi casa y mi herencia" (Is 19,25), y además: "La casa de Israel es la viña del Señor de los ejércitos" (Is 5,7). Y aunque, desde el principio, consagró especialmente toda esta región, no obstante adoptó más particularmente aún la ciudad santa, como propia pertenencia, según testimonio del profeta, que dice: "El Señor ama las puertas de Sión más que todas las tiendas de Jacob" (Ps 86,2). Es de ella que se dicen cosas gloriosas, a saber, que enseñando, sufriendo, resucitando en esta ciudad, el Salvador obró allí la Salvación en el centro de toda la tierra. Ella fue elegida a través de los siglos para llegar a ser el testimonio, el teatro habitual de tantos milagros. Elegida sin duda, ya que quien la eligió lo testimonia por sí mismo, diciendo: "Es de la ciudad de Jerusalén, que yo he elegido, que les vendrá el Salvador". A pesar de que, para expiación de los pecados de sus habitantes, Dios permitió por un justo juicio, que fueran frecuentemente entregados en las manos de los impíos, y que la ciudad sufriese por un tiempo el yugo de un duro cautiverio, sin embargo, no se puede pensar que la haya rechazado lejos de sí, como para repudiarla, pues está escrito: "El Señor castiga a quien ama" (Heb 12,16). Al contrario, a aquellos contra quienes reúne tesoros de cólera, les dice: "Haré cesar mi indignación contra vosotros; mi celo y mi ira se retirarán de vosotros" (Ez 16,42). Él la ama, pues, siempre; el fervor de su amor no se extingue nunca hacia quien Él dijo: "Serás una corona de gloria en la mano del Señor, y una diadema real en la mano de vuestro Dios. Y no se os llamará más la repudiada, y vuestra tierra no será más llamada tierra desierta; sino que seréis llamada mi bien amada, y vuestra tierra la tierra habitada, porque el Señor puso sus afectos en ti" (Is 62,3-4). Esta cuna de nuestra salvación, esta patria del Señor, esta madre de la religión, un pueblo sin Dios, hijo del Egipto esclavo, la ocupa por la violencia. Los hijos de la ciudad libre están en cautiverio, sufren la más dura condición de parte de quienes a justo título habrían de servirles. Pero, ¿qué es lo que está escrito? "Echad a esa sierva con su hijo" (Gen 21,10). La raza impía de los sarracenos, sectarios de tradiciones mundanas, agobian con una cruel tiranía, y desde hace ya muchos años, los lugares santos, donde se posaron los pies de Nuestro Señor. Ella subyugó a los fieles y los condenó a la esclavitud. Los perros han entrado en los lugares sagrados, el santuario ha sido profanado, el pueblo adorador de Dios ha sido humillado; la raza de los elegidos padece persecuciones indignas, el colegio real de los sacerdotes sirve en el fango; la ciudad de Dios, la reina de las naciones ha sido sometida a un tributo. ¿Qué alma no se sentirá conmovida, qué corazón no se ablandará, considerando todas estas cosas? El templo de Dios, de donde el Señor con gran celo, expulsó a los vendedores y compradores, porque la casa de su Padre no debía ser una cueva de ladrones, ese templo ha llegado a ser morada de demonios. Un hecho similar excitó ya un celo digno de admiración en Matatías el Grande, sacerdote, padre de los santos Macabeos: "El templo de la ciudad santa, decía, es tratado como un hombre infame; los vasos consagrados a su gloria han sido robados como botín" (1M 2,8-9). La ciudad del rey de reyes, que transmitió a otros los preceptos de una fe pura, ha sido constreñida, a su pesar, a servir a las supersticiones de los gentiles. La iglesia de la santa resurrección, lugar de reposo del Señor dormido, recibe sus leyes y es mancillada con las inmundicias de aquellos que no participaron de la resurrección, y que están destinados a sostener un incendio sin fin, a servir de paja al fuego eterno. Los lugares venerables consagrados a los misterios divinos, que prestaron hospitalidad al Señor revestido de carne, que vieron sus milagros, que probaron sus beneficios, en los cuales cada fiel reconoce la prueba de la sinceridad de su fe, se han transformado en corrales para las bestias, establos para los caballos. El pueblo digno de alabanzas, bendecido por el Señor de los ejércitos, gime y sucumbe bajo el peso de ultrajes y exacciones de las más vergonzosas. Sus hijos son arrebatados, prenda preciosa de la Iglesia su madre; se les incita a someterse a las impurezas de los otros pueblos, a renegar del nombre del Dios vivo, o a blasfemarlo con boca sacrílega; o bien, si detestan el imperio de la impiedad, perecen bajo el hierro como borregos, dignos de contarse entre los santos mártires. No hay para aquellos hombres diferencia alguna, ni de lugares ni de personas: los sacerdotes y los levitas son asesinados en el santuario, las vírgenes obligadas a prostituirse, o a perecer entre tormentos, ni siquiera la edad salva a las matronas de semejantes injurias. Desgraciados de nosotros que hemos llegado al exceso de miseria de esos tiempos llenos de peligros, que el fiel rey David, elegido del señor, deploraba en su previsión profética, diciendo: "Oh, Dios, las naciones han entrado en vuestra heredad, han mancillado tu santo templo" (Ps 78,1), y en otra parte: "Ellos, Señor, han humillado y afligido a vuestro pueblo, han mancillado tu heredad" (Ps 93,5). "¿Hasta cuándo, Señor, tu cólera, como si tu cólera fuera eterna?" (Ps 78,5). "¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia?" (Ps 88,48). Aquello que está dicho, ¿no es acaso verdad? "¿Olvidará Dios su bondad compasiva? ¿Y su cólera detendrá el curso de su misericordia?" (Ps 76,9). "Acuérdate de lo que nos ha sobrevenido, mira y ve nuestro oprobio" (Lam 5,1). "¡Desgraciado de mí si he nacido para ver la aflicción de mi pueblo, y la prosternación de la ciudad santa, y para permanecer en paz, que ella sea entregada en las manos de sus enemigos!" (1M 2,7).Vosotros, pues, mis hermanos queridos, armaos del celo de Dios; que cada uno de vosotros ciña su cintura con una poderosa espada. Armaos, y sed hijos del Todopoderoso. Vale más morir en la guerra, que ver las desgracias de nuestra raza y de los lugares santos. Si alguno tiene el celo de la ley de Dios, que se una a nosotros; vamos a socorrer a nuestros hermanos. "Rompamos sus ataduras, y rechacemos lejos de nosotros su yugo" (Ps 2,3). Marchad, y el Señor estará con vosotros. Volved contra los enemigos de la fe y de Cristo esas armas que injustamente habéis ensangrentado con la muerte de vuestros hermanos. Aquellos que cometen latrocinio, incendio, rapto, homicidio, y otros crímenes, no entrarán al Reino de los Cielos; rescataos mediante buenos servicios que serán agradables a Dios, a fin de que aquellas obras de piedad, junto con la intercesión de todos los santos, os lleven a obtener prontamente la indulgencia de todos los pecados con los cuales habéis suscitado la cólera divina. Es en el nombre del Señor, y por la remisión de los pecados, que invitamos y exhortamos a todos nuestros hermanos, a tener compasión de los dolores y fatigas de sus hermanos, coherederos del Reino Celeste (pues somos todos y cual más cual menos "herederos de Dios y coherederos del Cristo" (Rom 8,17), que viven en Jerusalén y en sus alrededores, y a oponerse, con una ira meritoria, a la insolencia de los infieles, que se esfuerzan en subyugar reinos, principados y poderíos. Reunid todas vuestras fuerzas para resistir a aquellos que han resuelto destruir el nombre cristiano. Si no hacéis así, pronto la Iglesia de Dios sufrirá un yugo que no amerita, la fe aminorará sensiblemente, y la superstición de los gentiles prevalecerá. Alguien de entre aquellos de los que hablamos ha visto con sus propios ojos la extrema aflicción de sus hermanos; esta carta que nos ha sido traída de su parte, por un hombre venerable, llamado Pedro, nos lo enseña todavía mejor. En cuanto a nosotros, confiando en la misericordia del Señor, y apoyándonos en la autoridad de los bienaventurados apóstoles, Pedro y Pablo, remitimos a los cristianos fieles que tomen las armas contra esos enemigos, y emprendan la tarea de esa peregrinación, las penitencias que les han sido impuestas por sus pecados. Que quienes mueran en esos lugares con verdadero arrepentimiento, no duden ni un momento que obtendrán indulgencia por sus pecados, y que alcanzarán los frutos de las recompensas eternas. Durante ese tiempo, a aquellos que, en el ardor de su fe, emprendan esta expedición, los recibiremos bajo la protección de la Iglesia, de los bienaventurados Pedro y Pablo, como hijos de la verdadera obediencia, declarando especialmente al abrigo de cualquier vejación, sea en sus bienes, sea en sus personas. Si, no obstante, alguno osa temerariamente molestarlos, que tal sea castigado con la excomunión por el obispo de su diócesis, y que tal sentencia sea observada por todos, hasta que aquello que ha sido robado sea restituido, y que se haya satisfecho en los daños según una indemnización conveniente. Que al mismo tiempo, los obispos y los sacerdotes, que no resistan con fuerza ante tales acometidas, sean castigados con la suspensión de sus funciones, hasta que obtenga a misericordia de la sede apostólica".

 

GUILLAUME DE TYR, Histoire des Croisades, I, Éd. Guizot, 1824, Paris, vol. I, pp. 38-45. Trad. del francés por José Marín R.

 

SEGÚN ORDERIC VITAL

El Papa Urbano expresó públicamente aquellos decretos en el Concilio de Clermont, y puso un gran cuidado en estimular a todos los hombres en la observancia de las leyes de Dios. Después, con lágrimas en los ojos, expuso todo su dolor por el estado de desolación a que se encontraba reducido el Oriente; dio a conocer las calamidades y las crueles vejaciones que los sarracenos hacían sufrir a los cristianos. Orador desolado, derramó abundantes lágrimas delante de todo el mundo, durante su santa arenga acerca de la profanación de Jerusalén y de los lugares sagrados, donde el hijo de Dios habitó corporalmente junto con sus santos discípulos. Así, forzó a llorar con él a un gran número de sus auditores, profundamente conmovidos y tocados de una piadosa compasión por sus hermanos oprimidos. Aquel elocuente pontífice entregó a los asistentes un largo y provechoso sermón; comprometió a los grandes, los sujetos y guerreros de Occidente, a observar entre ellos una paz durable, a colocar sobre el costado derecho de sus espaldas el signo de la cruz de la salvación, y a desplegar todo su belicoso valor contra los paganos que ofrecerían a los héroes muchas ocasiones para señalarla. En efecto, los persas, los turcos, los árabes y los agarenos, invadieron Antioquía, Nicea, Jerusalén misma, ennoblecida por el sepulcro del Cristo, y muchas otras ciudades de cristianos. Ya habían opuesto inmensas fuerzas contra el Imperio griego: seguros poseedores de la Palestina y la Siria, que habían sometido por las armas, destruyeron las iglesias, inmolaron a los cristianos como corderos. En los templos donde hasta hace poco tiempo los fieles celebraban el divino sacrificio, los paganos establecieron sus animales, introduciendo sus supersticiones y su idolatría, y vergonzosamente expulsaron la religión cristiana de los edificios consagrados a Dios; la tiranía pagana usurpó los bienes dedicados a los servicios sagrados, y de lo que los nobles habían donado para la subsistencia de los pobres, esos crueles señores han hecho un indigno objeto de abuso para su propia utilidad. Han llevado en cautiverio, muy lejos, en su país bárbaro, a gran cantidad de personas a quienes ciñeron al yugo para emplearlos en trabajos campestres; los hacen arrastrar los carros penosamente como bueyes, para trabajar sus campos; los someten inhumanamente para realizar trabajos de animales, y que convienen a las bestias y no a los hombres. Abrumados continuamente por la fatiga, en medio de tantas penurias, nuestros hermanos son abominablemente golpeados con el látigo, aguijoneados con lanzas, y presas de innumerables torturas. Sólo en Africa, noventa y seis obispados han sido destruidos, según lo reportan quienes vienen de aquellos territorios.

En tal circunstancia, así que el Papa Urbano hubo con elocuencia expuesto sus motivos de lamentación a los oídos de los cristianos, la gracia de Dios permitió que un increíble ardor de partir hacia países extraños inflamara a una innumerable cantidad de personas: les persuadió de vender sus bienes y de abandonar por Cristo todo cuanto poseían. Un admirable deseo de ir a Jerusalén, o de ayudar a quienes partían, animó igualmente a ricos y pobres, hombres y mujeres, monjes y clérigos, ciudadanos y campesinos. (...) El prudente Papa incitó a la guerra contra los enemigos a todos aquellos que convenientemente podían llevar las armas, y dio, en virtud de la autoridad divina, la absolución de todos los pecados a todos los penitentes, a partir del momento en que tomaran la Cruz del Señor, dispensándolos con bondad de todas las mortificaciones que resultan de los ayunos y de otras mortificaciones de la carne.

 

ORDERIC VITAL, Histoire de Normandie, Libro IX, Ed. Guizot, 1826, Paris, vol. III, pp. 410-413. Trad. del francés por José Marín R.