SURENAS Y LA CABALLERÍA PARTA(s. I a.C)

 

(XVIII) ...De las ciudades de Mesopotamia que guarnecían los romanos pudieron escapar algunos, contra toda esperanza, y trajeron nuevas propias para inspirar cuidado, habiendo sido testigos oculares del gran número de los enemigos y de los combates que habían sostenido en las ciudades; y, como suele suceder, todo lo pintaban del modo más terrible: que eran hombres de quienes, si perseguían, no había como librarse, y si huían, no había como alcanzarlos; que sus saetas eran voladoras y más prontas que la vista, y que el que las lanzaba, antes de ser observado, había penetrado por doquiera; y, finalmente, que de las armas de los coraceros, las ofensivas estaban fabricadas de manera que todo lo pasaban, y las defensivas, a todo resistían sin abollarse.

(XXI) ...tampoco Surenas era un hombre plebeyo, sino en riqueza, en linaje y en opinión el segundo después del rey; en valor y en pericia el primero entre los partos de su edad; y, además, en la talla y belleza del cuerpo no había nadie que le igualara. Marchaba siempre solo, llevando su equipaje en mil camellos, y en doscientos carros conducía sus concubinas, acompañándole mil soldados de a caballo armados, y de los no armados mucho mayor número, como que entre dependientes y esclavos suyos podía reunir hasta unos diez mil. Tocábale por derecho de familia ser quien pusiese la diadema al que era nombrado rey de los partos; y él mismo había vuelto a colocar en el trono a Hirodes, arrojado de él, y le había reconquistado a Seleucia, siendo el primero que escaló el muro y quien rechazó con su propia mano a los que se le opusieron. No tenía entonces todavía treinta años, y con todo, gozaba de una grande opinión de juicio y de prudencia, dotes que no fueron las que contribuyeron menos a la ruina de Craso, más expuesto a engaños que otro alguno; primero, por su confianza y orgullo, y después, por el terror y por los mismos infortunios que sobre él cargaron.

(XXIII) Los más de los jefes (del ejército romano) eran de opinión que debían hacer allí un alto y pasar la noche... mas Craso, envalentonado con que su hijo y los de caballería que tenía cerca de sí le inclinaban a seguir adelante y trabar combate, dio orden de que los que quisiesen comieran y bebieran, manteniéndose en formación. Y aun antes de que esto pudiera tener cumplidamente efecto, volvió a ponerse en marcha, no poco a poco ni con la pausa que conviene cuando se va a dar batalla, sino con un paso seguido y acelerado, hasta que impensadamente se descubrieron los enemigos a la vista, no en gran número ni en disposición de inspirar terror; y es que Surenas había cubierto la muchedumbre de ellos con la vanguardia y había ocultado el resplandor de las armas, haciendo que los soldados se pusieran sobrerropas y zamarras; mas luego que estuvieron cerca y el general dio la señal, al punto se llenó aquel vasto campo de un gran ruido y de una espantosa vocería. Porque los partos no se incitan a la guerra con trompas o clarines, sino que sobre unos bastones huecos de pieles ponen piezas sonoras de bronce con las que mueven ruido, y el que causan tiene no sé qué de ronco y terrible, como si fuera una mezcla del rugido de las fieras y del estampido del trueno, sabiendo bien que de todos los sentidos el oído es el que influye más en el terror del ánimo y que sus sensaciones son las que más pronto conmueven y perturban la razón.

(XXIV) Cuando los romanos estaban aterrados con aquella algazara, quitando repentinamente las sobrerropas que cubrían las armas, aparecieron brillantes los enemigos con yelmos y corazas de hierro margiano, de un extraordinario resplandor y guarnecidos los caballos armados con jaeces de bronce y de acero. Apareció asimismo Surenas, alto y hermoso sobre todos, aunque no correspondía lo femenil de su belleza a la opinión que tenía de valor, por usar, a estilo de los medos, de afeites para el rostro y llevar arreglado el cabello, mientras que los demás partos, para hacerse más terribles, dejan que este crezca a lo escita, desordenadamente. Su primera intención era acometer con las lanzas y poner en desorden las primeras filas; pero cuando vieron el fondo de la formación y la firmeza e inmovilidad de los soldados romanos retrocedieron; y pareciendo que aquello era desbandarse y perder el orden, no se echó de ver que lo que trataban era de envolver el cuadro. Así, Craso mandó a las tropas ligeras que corriesen en pos de ellos; pero éstas no fue mucho lo que se retiraron, sino que, acosadas y molestadas por las saetas, volvieron a ponerse bajo la protección de la infantería de línea, siendo las primeras que causaron alguna conmoción y miedo en los que ya habían visto el temple y fuerza de unas saetas que destrozaban las armas y que pasaban todas las defensas por más resistencia que tuviesen. Los partos, separándose algún tanto, empezaron a tirarles por todas partes sin cuidadosa puntería, porque la unión y apiñamiento de los romanos no les dejaban errar, aun cuando quisiesen, causando heridas graves y profundas, como que aquellos tiros partían de arcos grandes y fuertes, que por lo vuelto de su curvatura despedían la saeta con terrible fuerza. Era, por tanto, pésima la suerte de los romanos, pues si permanecían en aquella formación, recibían crueles heridas, y si intentaban moverse unidos, perdían el poder hacer lo que hacían en su defensa y padecían lo mismo, por cuanto los partos se retiraban delante de ellos, tirando siempre, lo que después de los escitas ejecutan con suma destreza.

(XXV) ...Entonces, dirigiéndose a los de caballería, acometió con vigor y trabó pelea con los enemigos; mas ésta era desigual en el herir y el protegerse, hiriendo con azconas cortas y débiles en corazas de piel y de hierro y siendo heridas con lanzas robustas los cuerpos ligeros y desnudos de los galos. Porque en éstos confiaba principalmente y con ellos obró maravillas, pues agarraban con las manos los astiles de las lanzas, y trabando de los jinetes, los arrojaban de los caballos, dejándolos, por lo pesado de la armadura, sin poder moverse. Muchos, saltando de sus caballos, se metían debajo de los caballos enemigos y los atravesaban por los ijares; tiraban éstos botes en fuerza del dolor, y pisoteando a un tiempo a los jinetes y a sus contrarios, unos y otros morían juntos, cubiertos de tierra y de basura...

(XXVII) ...Venidos a la contienda, la caballería de éstos (los partos), haciendo un movimiento oblicuo, comenzó a lanzar saetas; y los coraceros, usando de las lanzas, redujeron a los romanos en un recinto estrecho, a excepción de aquellos que, por huir de la muerte que los tiros causaban, prefirieron arrojarse desesperadamente sobre éstos, haciendo, a la verdad, poco daño, pero encontrando una muerte pronta por heridas grandes y profundas, dadas por hombres que por el empuje de sus robustos astiles pasaban por el hierro a los que se ponían por delante, y aun muchas veces atravesaban a dos de un golpe.

 

Plutarco, Vida de Craso, en: Plutarco, Vidas Paralelas, Trad. de R. Romanillos, EDAF, 1970, Madrid, pp. 916, 918-919, 920-921, 923 y 925.