ALCUINO, EPÍSTOLA Nº 41 (795)

 

 

Bienaventurada, dijo el salmista, la nación de la que Dios es el Señor; bienaventurado el pueblo exaltado por un caudillo y sostenido por un predicador de la fe, cuya mano diestra blande la espada de las victorias y cuya boca hace resonar la trompeta de la verdad católica. Así como en otro tiempo David, elegido de Dios para rey del pueblo, que entonces era su pueblo escogido..., sometió a Israel, con la espada victoriosa, a las naciones cercanas y predicó entre los suyos la ley divina. De la noble estirpe de Israel brotó, para la salvación del mundo, la rosa de Sarón y el lirio de los valles, el Cristo, a quien en nuestros días, el nuevo pueblo que El ha hecho suyo, debe otro rey David. Con el mismo nombre, animado de la misma virtud y de igual fe, éste es ahora nuestro caudillo y nuestro jefe: un jefe a cuya sombra el pueblo cristiano se refrigera en la paz y que por doquier inspira el terror de las naciones paganas; un caudillo cuya devoción no cesa de fortificar por su firmeza evangélica la fe católica contra los herejes, velando porque nada contrario a la doctrina de los Apóstoles venga a introducirse en cualquier lugar y dedicándose a hacer resplandecer por todas partes esta fe católica a la luz de la gracia celestial...

 

En: Barrios, M., Fuentes para la Historia de Carlomagno, Memoria Inédita, UCV, 1966, Valparaíso, p. 49; Halphen, L., Carlomagno y el Imperio Carolingio, UTEHA, 1955, Méjico, p. 167 y s.; Folz, R., Le Couronnement Impérial de Charlemagne, Gallimard, 1964, Paris, pp. 274 y s. Todos los textos cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 318.